“(...)
I got a good job
And I'm newly born
You should see me dressed up in my uniform
I work in a hotel, all gilt and flash
(...)”
“Bell Boy”, del doble álbum “Quadrophenia” de The Who.
A Wes Anderson le gustan los hoteles. En 2007 el cineasta texano estrenó el cortometraje “Hotel Chevalier” en el que uno de sus muchos actores fetiche, Jason Schwartzman, compartía habitación con una Natalie Portman prácticamente desnuda y, casi mejor, con el pelo cortísimo, a años luz de la recatada Reina Amidala de la ya-no-tan-nueva trilogía de “Star Wars”. El corto puede verse al completo en YouTube en este enlace, y en su día se proyectó en los cines justo antes de “Viaje a Darjeeling”, la película interpretada por Owen Wilson, Adrien Brody y el protagonista de “Bored to death” a la que servía de precuela.
En la última cinta de Anderson, “El gran hotel Budapest”, este amor por los uniformes, las suites con nombre de realeza y los suelos enmoquetados cobra vida en el lujoso establecimiento que da título al film, situado en la ficticia república europea de Zubrowka y regentado durante el período de entreguerras (siempre me ha gustado esta expresión; como si existiese algún período de la historia de la humanidad que no estuviese comprendido entre dos guerras) por Monsieur Gustave, conserje impetuoso y amante polígamo de acaudaladas viudas y solteronas. Enredado en una turbia trama de herencias millonarias y obras de arte robadas, el señor Gustave contará para su supervivencia con la inestimable ayuda de Zero, mozo en prácticas del Budapest al que ha tomado bajo su tutela y protección.
El guión de “El gran hotel Budapest”, firmado por el propio realizador, ofrece un curioso juego de narraciones en off dentro de narraciones en off, a modo de muñecas matrioskas, con cuatro líneas temporales distintas y otros tantos formatos de fotograma para diferenciarlas. El recurso sirve a Anderson para dedicar todo el film a la memoria del escritor Stefan Zweig, en cuyos trabajos se inspiran el ambiente y los caracteres de la película, y a quien el personaje interpretado por Tom Wilkinson y Jude Law (en distintas edades de su vida), lacónicamente identificado en los créditos como “El Autor” o “El Escritor”, alude de forma directa.
Siguiendo la tónica imperante en su filmografía, el director de “Moonrise Kingdom” cuenta una vez más con un elenco espectacular, en el que hasta el personaje más testimonial aparece en pantalla encarnado por un intérprete de prestigio. Echando un vistazo al elocuente cartel de la película, que recurre precisamente al impresionante reparto como principal gancho comercial, encontramos nombres tan relevantes como los de F. Murray Abraham, Mathieu Amalric, Adrien Brody, Willem Dafoe, Jeff Goldblum, Harvey Keitel, Edward Norton, Saoirse Ronan, Tilda Swinton, Léa Seydoux (aquí tengo que enlazar, sí o sí, la reseña que escribí sobre "La vida de Adèle"), Owen Wilson o Bill Murray, además de los mentados Jude Law, Tom Wilkinson y Jason Schwartzman (que repite por enésima vez a las órdenes de Anderson).
Encabezando esta constelación artística están el joven Tony Revolori en su debut en la gran pantalla y el veterano Ralph Fiennes, prodigio británico tan capaz de adaptar apasionadamente a Shakespeare o de convertirse en el epicentro emocional de los mejores films de Stephen Daldry (“El lector”) y Fernando Meirelles (“El jardinero fiel”) como de hacerse un hueco entre los blockbusters de moda (la saga “Harry Potter” o las execrables “Furia de titanes” y su secuela) sin perder jamás eso que los franceses denominan “charme”. En “El gran hotel Budapest” Fiennes desata su vis cómica y compone uno de los mejores protagonistas andersonianos(ser director de culto otorga el derecho a tener un adjetivo propio), a la altura del Steve Zissou de “Life Aquatic” o del animado héroe animal de “Fantástico Sr. Fox”.
Más allá de la retahíla de implicados y de las innumerables conexiones con los antecedentes de su realizador (datos todos ellos que cualquier internauta puede recavar en las correspondientes fichas de IMDb o Wikipedia), resulta difícil hacer justicia en una reseña vocacionalmente breve (como ésta) al incesante despliegue de imaginación, talento y puro ingenio que se sucede ininterrumpidamente durante los fugaces 100 minutos en los que “El gran hotel Budapest” consigue mantener al espectador con una constante sonrisa dibujada en la cara, cuando no le arranca una sonora carcajada. Su genuino sabor aventurero, más presente aquí que en ninguna otra cinta previa del director, conecta además con los iconos del tebeo francobelga de un modo posiblemente inconsciente (Anderson afirma no haber leído nunca a Tintín), pasándolos por el tamiz de aquel Ernst Lubitsch capaz de reírse de los totalitarismos sin caer en el error de banalizarlos. Aunque hay que tener en cuenta, por supuesto, que el abajo firmante es un apologista confeso de Anderson, consciente pese a todo de que los infinitos travelings laterales, los encuadres meticulosamente simétricos, la estética vintage de colores estridentes, el delicioso gusto musical (apoyado aquí en el impecable trabajo compositivo de Alexandre Desplat) y el melancólico humorismo del director de “Academia Rushmore” no son plato del gusto de todos.
Hay que sumar a todo ello, en este caso concreto, que la sola idea de partida de “El gran hotel Budapest” ya supone para mí un poderoso aliciente extracinematográfico. Para un conserje y recepcionista de hotel como yo (de uno, además, particularmente lujoso y decimonónico), secuencias tan hilarantes como la dedicada a Les Clefs d'Or tienen un componente personal que seguramente encontrará indiferente a un espectador ajeno al gremio. Hay aspectos de la vida diaria en un hotel que la última película de Anderson refleja con brillantez, incluso bajo la óptica evidentemente distorsionada de la parodia. Viendo “El gran hotel Budapest” me he sentido como supongo que se sentirían Fernando Alonso ante “Rush” de Ron Howard o Juan Tamariz ante “El truco final” de Christopher Nolan (bueno, o algo así): profundamente involucrado. Identificado, incluso, pese al abismo que separa el frío y gris mundo real de las coloridas fantasías surgidas de la mente de uno de los cineastas más inclasificables (y sin embargo perfectamente reconocibles) de nuestros días.
Es una suerte que la vigente legislación hotelera permita en este caso plasmar mi veredicto de un modo tan visual: