Superado el abismo técnico y presupuestario que hasta no hace tanto había diferenciado al cine de su hermano tonto catódico, la televisión ha conseguido ganarle definitvamente la partida a las salas de proyecciones liberándose de la limitación temporal. “The Wire” es una “French Connection” de 60 horas, “Los Soprano”, la edición más extendida de “Uno de los nuestros” que uno podría desear, y “Hermanos de sangre” la versión 2.0 más grande, más larga y sin cortes de la ya de por sí monumental “Salvar al soldado Ryan”. Es en esa capacidad para el desarrollo pleno de subtramas y personajes, en esa posibilidad de no dejar nada fuera de las dos fugaces o eternas horas (tres, si dirige Peter Jackson) que dura una película convencional, donde las series demuestran su auténtico potencial. El caso de “True Detective” no es ajeno a esto: su premisa inicial (pareja de policías persiguen a asesino en serie) recuerda inevitablemente a una tonelada de films estrenados en los últimos veinte años, siendo dos películas de David Fincher, “Seven” y “Zodiac”, las referencias que mejor describen el tono de la última propuesta de la HBO.
El punto de partida de “True Detective” no tiene nada de novedoso, pero sus casi ocho horas de desarrollo permiten una exploración de la psicología de sus protagonistas que supera con creces cualquier descripción de personajes vista previamente en el cine de psycho-killers. Hasta el punto, de hecho, de que lo menos interesante de la serie acaba siendo el caso policial que la vertebra: el alma de “True Detective” se encuentra en la complicada dinámica generada entre Rust Cohle y Marty Hart, dos investigadores tan incompatibles (por método policial y actitud vital) como puedan serlo el agua y el aceite, condenados a debatir durante 17 años, a un nivel casi metafísico, sobre los misterios de la vida y la muerte.
Hay en “True Detective” un constante trasfondo filosófico, a pesar de lo que al personaje de Hart, un hombre vulgar de apetitos muy vulgares, le gustaría. Su compañero, un obsesivo detective sin pelos en la lengua llamado “óxido” (Rust en inglés), padece un caso severo de nihilismo alucinatorio con tendencia a la conspiranoia, consecuencia de sus tragedias personales y de su controvertido currículum policial. Por mucho que haya un asesino en serie sembrando el terror por los pantanos de Luisiana, el sociópata más interesante de “True Detective” es sin duda el detective Rustin Cohle. A ello contribuye, sin duda, la lección interpretativa ofrecida por el hombre del momento en Hollywood, Matthew McConaughey. El último ganador del Oscar al mejor actor principal (por la estupenda “Dallas Buyers Club”) ha conseguido darle un giro insólito a su carrera en apenas dos años. De lucir palmito como tipo-guapo-genérico y protagonizar films tan banales y alimenticios como “Los fantasmas de mis ex-novias”, “Sahara” o “Como locos a por el oro” a sorprender en “Mud” y “Killer Joe” e incluso robarle la película (y no sólo la película) en apenas 5 minutos al Leonardo DiCaprio de “El lobo de Wall Street”. Su 2014 será redondo cuando el próximo noviembre lo veamos como cabeza de cartel en el presumible nuevo taquillazo (con halo de culto) de Christopher Nolan, “Interstellar”.
El trabajo de McConaughey en “True Detective” es superlativo, a un nivel reservado para monstruos televisivos de la talla de James Gandolfini, Ian McShane o, casi casi, Bryan Cranston. En frente está Woody Harrelson defendiendo con su habitual buen hacer a un personaje necesariamente menos jugoso pero igualmente importante para el show. De la antítesis entre uno y otro, a muchos niveles, nace la chispa que incendia “True Detective”, y eso es mérito de ambos actores y de un libreto, firmado por el creador de la serie Nic Pizzolatto, plagado de diálogos rotundos y silencios aún más rotundos. Más allá de un par de tópicos difícilmente eludibles en el thriller de psicópatas, la investigación policial que ejerce de leit motiv se estructura como un meticuloso puzzle de flashbacks y narraciones en off y ofrece interesantes giros de guión, pero sobre todo permite que el arco dramático de sus personajes los lleve de un estado mental y emocional al siguiente con pasmosa naturalidad. Constatación, una vez más, de que “True Detective” es, fundamentalmente y pese a todas sus demás virtudes, una serie de personajes (¿a alguien más le resulta imposible no pensar en “Lost” cuando escucha esta expresión?).
La tercera estrella Michelin la ponen la sobrecogedora puesta en escena y el trabajo de dirección, finísimo, llevado a cabo por el realizador Cary Joji Fukunaga. Quien haya visto la última versión de “Jane Eyre” protagonizada por Mia Wasikowska y Michel Fassbender no se sorprenderá al reconocer en “True Detective” la misma atmósfera opresiva y fantasmagórica que el director de ascendencia sueco-japonesa imprimía al clásico literario de Charlotte Brontë. Fotografiado en neblinosos tonos grises y frondosos verdes, el Bayou al que cantaba John Fogerty se revela como un perfecto enclave para el terror, plagado de charlatanes con alzacuellos y catetos de los pantanos de genealogía sospechosamente endogámica. Sólo faltan John Constantine con los rasgos de un joven Sting y la Cosa del Pantano dibujada por Stephen Bissete y John Totleben para que uno se sienta como en una relectura en clave neo-noir de la mítica saga de tebeos “American Gothic” de Alan Moore.
Fukunaga asume la realización de “True Detective” con la determinación de un trabajo 100% autoral, como si fuera la obra de su vida, sin la imposición de restricciones narrativas nacidas de un supuesto complejo de inferioridad catódico. La televisión del siglo XXI puede pensar a lo grande (ahí están “Juego de Tronos” o “Boardwalk Empire”, hablándole al cine de tú a tú), y no hay nada más grande en la historia del medio, a nivel estrictamente cinematográfico, que el descomunal plano secuencia con el que culmina el cuarto episodio de esta serie, digno de una superproducción de Joe Wright (“Expiación”) o Alfonso Cuarón (“Hijos de los hombres”, “Gravity”). Desde un punto de vista técnico, “True Detective” es otro clavo más en el ataúd del Séptimo Arte tal y como se había entendido hasta ahora. O quizás ya sea hora de admitir que la línea divisoria entre cine y televisión ha desaparecido para siempre y que, lo mismo que una novela puede tener 200 páginas o 1.000, las películas del futuro (las películas del presente, en realidad) tendrán por fin la libertad narrativa que ofrecen todos los medios de difusión a su alcance, ya sea un cortometraje subido a YouTube o Vimeo, un film de dos horas exhibido en las multisalas de un centro comercial o una historia de 500 minutos emitida directamente por cable y descargada, al día siguiente, al disco duro de millones de ordenadores en todo el mundo. Contradiciendo esa expresión coloquial tan melindrosa, las cosas más grandes ya no vienen necesariamente en frascos pequeños... aunque cosas tan ínfimas como un opening de minuto y mediopuedan resultar tan evocadoras.
Casualmente la gran amenaza del éxito televisivo, la antinatural longevidad folletinesca de seriales como “Prison Break”, “Dexter” o la mentada “Lost”, es uno de los males a evitar por “True Detective”. Siguiendo el modelo antológico de “American Horror Story”, la creación de Pizzolatto (fogueado como guionista en otra serie con homicidio de trasfondo, “The Killing”), narrará en cada nueva temporada un caso distinto, protagonizado por personajes (y actores) diferentes, tratando de renovar en la medida de lo posible el factor sorpresa que ha hecho de esta primera entrega de “True Detective” uno de los fenómenos televisivos más arrolladores de los últimos años. El listón está ahora en los cielos, pero como espectador me produce una gran satisfacción tener la certeza de que futuros aciertos o desmanes de la HBO no podrán echar por tierra el resultado casi perfecto de estos ocho episodios que ya forman parte de la historia de la televisión. Y, por extensión, del cine como vehículo para contar historias.