"El mundo es un escenario, y todos los hombres y mujeres son meros actores"
William Shakespeare
Apenas unos días antes de su estreno en las salas comerciales españolas, el ciclo compostelano Cineuropa proyecta en tres abarrotadísimas sesiones la nueva película de Léos Carax, “Holy Motors”. El film, multipremiado en el pasado festival de Sitges y presentado unos meses atrás en Cannes (generando reacciones de lo más extremas), es una obra de culto instantánea casi por definición: precedida de gran expectación, controvertida, extravagante y sí, pretenciosa.
William Shakespeare
Apenas unos días antes de su estreno en las salas comerciales españolas, el ciclo compostelano Cineuropa proyecta en tres abarrotadísimas sesiones la nueva película de Léos Carax, “Holy Motors”. El film, multipremiado en el pasado festival de Sitges y presentado unos meses atrás en Cannes (generando reacciones de lo más extremas), es una obra de culto instantánea casi por definición: precedida de gran expectación, controvertida, extravagante y sí, pretenciosa.
No conviene desvelar demasiado de la trama de “Holy Motors”. En gran medida porque no es sencillo describir a grandes rasgos el argumento del film: a lo largo de un día, un hombre llamado (tal vez) Oscar recorre en una limusina blanca la ciudad de París acudiendo a una serie de citas previamente establecidas. Partiendo de ahí, el realizador y guionista se las ingenia para construir una reflexión metacinematográfica centrada en la figura del actor (a un nivel conceptual), al tiempo que va introduciendo los elementos más bizarros y peregrinos que uno pueda imaginar, algunas veces con vocación metafórica y otras por simple capricho estético, en una críptica sucesión de acontecimientos de libérrima interpretación. La sombra de David Lynch es alargada, pero el triple mortal sin red que se marca Carax en esta cinta va más allá del simple corta y pega de referencias oníricas y adquiere desde sus primeros compases una fuerte personalidad propia.
Partiendo de la base de que uno siempre agradece el riesgo artístico, conviene aclarar que el riesgo en sí mismo no entraña triunfo, tan sólo un atractivo a priori. Y “Holy Motors” es, desde luego, tremendamente atractiva en su planteamiento, pero algunas de sus interesantes ideas (y tiene un montón) se despeñan por el desfiladero trazado sobre la fina línea que separa la genialidad del ridículo. Junto a momentos realmente inspirados conviven otros de torpe pedantería conformando un conjunto ecléctico, barroco y fundamentalmente irregular. Son abultados altibajos en un relato episódico, para más inri, que hace que uno deambule de la carcajada intencionada (la película tiene sentido del humor, eso es innegable) al estupor, pasando por un incrédulo arqueo de ceja. Su condición de artefacto autoconsciente, de cine que se sabe cine, tampoco ayuda a introducirse emocionalmente en la historia, y uno acaba presenciando “Holy Motors” desde la distancia con que observaría un cubo de Rubik, ajeno a cualquier forma de empatía. Intelectualizándola, en resumen.
Donde resulta difícil ponerle perosa la cinta de Carax es en términos plásticos y actorales. “Holy Motors” no es sólo un film repleto de instantáneas memorables, sino también uno brillantemente interpretado. Por una parte, prácticamente todos los secundarios poseen su momento para lucirse, y aunque la escena de Kylie Minogue será sin duda una de las más comentadas, las aportaciones de Elise Lhomeau como Léa/Elise y la jovencísima Jeanne Disson como Angéle me parecen mucho más meritorias. Mención especial para Edith Scob como la chófer de limusina Céline, que acompaña física y anímicamente a Oscar durante su larga jornada laboral.
Por otra parte, hablar de “Holy Motors” es en gran medida cantar las alabanzas a su protagonista: Denis Lavant. Actor fetiche de Carax (ha colaborado en cuatro de sus cinco largometrajes, además de en el segmento “Merde” de la antología “Tokyo!”), Lavant cumple aquí la titánica tarea de interpretar un papel que en realidad son once (¡once!) y de mantener a través de todos ellos una única identidad dramática que los vertebra. Hablamos de una de las mejores interpretaciones que he visto en pantalla grande este año (en mi nada modesta pero siempre discutible opinión); la clase de esfuerzo que merecería reconocimiento constante en cada certamen y festival en que la película se proyectase, independientemente de cómo el conjunto pueda magnificar o enturbiar su repercusión en cada espectador.
Resulta difícil hacer balance ante una propuesta tan rompedora, esquizofrénica e irregular como “Holy Motors”, que tiene tanto para amar como para detestar, y que parece destinada desde su concepción a no dejar indiferente a nadie. Yo mismo dudo de cómo se acallarán o amplificarán sus ecos en mi cabeza con el paso del tiempo y con futuribles revisiones. Y si bien es cierto que, como decía más arriba, asumir un riesgo no implica automáticamente alcanzar la gloria, también lo es que no puede haber gloria sin riesgo, y que ya sólo por esos momentos en que “Holy Motors” casi roza el cielo merece la pena descender a todos y cada uno de sus infiernos.