Tal y como se esperaba, la nueva película de Quentin Tarantino, “Django desencadenado”, es una odisea anti-esclavista (por mucho que diga Spike Lee) repleta de carismáticos personajes con incontinencia verbal y frecuentes estallidos de violencia casi cartoon.
Leonardo DiCaprio afronta por fin su ansiado papel de villano sin aristas (ya lo había intentado en “American Psycho”, pero Christian Bale parecía más profesional por aquel entonces), y lo cierto es que el niño bonito de Scorsese lo borda, componiendo desde el exceso una de esas sádicas caricaturas que pueblan la filmografía tarantiniana. Sin embargo, son unos inmensos Christoph Waltz y Samuel L. Jackson quienes se adueñan totalmente de la función, mientras Jamie Foxx se queda con el protagonismo pero no con la ovación por su colorida encarnación de “Shaft en el Oeste”. No es que el hermanono cumpla, es que los demás cabezas de cartel trituran el celuloide como si fuera tabaco de mascar.
La cinta, ambientada en los EE.UU. previos a la Guerra Civil, narra el intento de rescatar a Broomhilda (Kerry Washington) de la plantación del terrateniente Calvin Candie (DiCaprio) por parte de su esposo Django (Foxx), un esclavo liberado por el cazarrecompensas King Schultz (Waltz) a cambio de que le ayude en su persecución de unos forajidos a los que sólo él puede identificar.
Por el camino, y porque sencillamente le sale del bálano, Tarantino divaga sobre mitología germana (si hubo un “Orfeo negro”, ¿por qué no un Sigfrido?) y literatura francesa, ridiculiza al Klan (el Ku Klux, nunca el Wu Tang), mantiene la tradición de recuperar a otro actor en horas bajas (Don “Miami Vice” Johnson) y recopila una miscelánea musical a la altura de su leyenda: de 2Pac a Jim Crocepasando por los inevitables Luis Bacalov y Ennio Morricone.
El director de “Pulp Fiction” sigue gozando de una libertad creativa total, algo sólo reservado a los autores con más personalidad y prestigio del circuito cinematográfico actual (tipos como Pedro Almodóvar, David Lynch, Terrence Malick o Wes Anderson), y aunque es cierto que “Django desencadenado” no aporta ninguna novedad relevante al reconocible libro de estilo del realizador, el pastiche funciona en esta ocasión bastante mejor que en “Malditos bastardos”, la anterior cinta de Tarantino y la más próxima de su filmografía en intenciones, temática y puesta en escena a este blaxploitation spaghetti southern. Incluso su libérrima contextualización en un lugar y un momento concretos del siglo XIX norteamericano recuerda a la aproximación que Tarantino hizo al nazismo cuatro años atrás. Es decir, que "Django desencadenado" posee el mismo rigor histórico que un sketch de los Monty Python. Sin embargo, mientras el cruce bastardo (nunca mejor dicho) entre “Doce del patíbulo” y “Ser o no ser” entusiasmaba sólo por momentos (los dos primeros capítulos, básicamente), “Django desencadenado” se percibe más redonda y consistente, beneficiada por un número menor de tramas y personajes y una linealidad inédita en el cine del de Knoxville.
Así, las dos horas y cuarenta y cinco minutos del último film de Tarantino se pasan en un suspiro entre sonrisas cómplices y estruendosas carcajadas, zooms delirantes, homenajes indisimulados a todo y a todos (en “El blog Ausente” han escrito un artículo muy interesante al respecto) y tiroteos salvajes que invitan al espectador a un auténtico frenesí lúdico. “Django desencadenado” es al mismo tiempo una oda al exceso, una lección magistral de arte collage, un genuino ejercicio de cine de autor y una gamberrada adolescente endiabladamente divertida.
Candidata inmediata al podio cinematográfico de 2013. Y el año no ha hecho más que comenzar.